Julio de 1848: Declaración de los Sentimientos en Seneca Falls

En el blog Damiselas en apuros, Mabel Bellucci publicó una documentada nota sobre la primera convención de mujeres que se reunió en Nueva York, Estados Unidos, «para discutir la condición y los derechos sociales, civiles y religiosos de las mujeres». El sitio Kaos en la red también la reprodujo. 

Primera-ConvenciónCuando Nueva York era todavía una aldea, cinco mujeres invitaron a través de un periódico local a participar “de una convención para discutir la condición y los derechos sociales, civiles y religiosos de las mujeres”. Así, a lo largo de dos jornadas memorables, 19 y 20 de julio de 1848, se autoconvocaron alrededor de 300 en una iglesia metodista de Seneca Falls. El objetivo era redactar un manifiesto de doce puntos titulado La Declaración de los Sentimientos, a cargo de sus principales promotoras, Elizabeth Cady Stanton (1817-1902) y Lucretia Mott (1793-1880). No solo ellas guiaron el reclamo, también fueron acompañadas por Susan Anthony, Martha Wright, Jane Hunt y Mary Ann Mc Clintock.
Posiblemente, La Declaración de los Sentimientos representó el primer acuerdo organizado con el propósito de deliberar sobre los derechos de las mujeres, bajo una consigna notable: “Solo nosotras podemos entender la magnitud, la profundidad y los límites de nuestra degradación”. El texto continuaba el modelo de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776.

Según la filósofa y escritora feminista española Alicia Miyares, hay en este documento dos grandes apartados teóricos: “Por un lado, las exigencias para alcanzar la ciudadanía civil y, por el otro, los principios que deben modificar las costumbres y la moral. Por su tradición republicana (derechos del hombre e igualdad natural), las mujeres allí reunidas exigen plena ciudadanía; por su tradición protestante (libertad individual), apelan al derecho de la conciencia y la opinión”.[1] Sin embargo, no fue esta la primera vez que un conclave abordó tales preocupaciones: hubo antecedentes que condujeron a este acontecimiento. Por ejemplo, en 1837, se celebró también en Nueva York la Convención contra la Esclavitud de la Mujer de América. Para esa ocasión, asistieron 81 delegadas de 12 estados para proponer la conquista de derechos y, en especial, sublevarse contra la esclavitud. También se puede mencionar la participación de la activista política y partidaria del sufragismo, Angelina Grimkés. Su Llamado a las mujeres cristianas del Sur convocaba a las sureñas a liberar de la servidumbre tanto a hombres como a mujeres y, en particular, a desterrar los prejuicios raciales.

Tres años más tarde, Elizabeth Cady y Lucretia Mott se conocieron en la Convención Mundial contra la Esclavitud, llevada a cabo en Londres. Ambas integraban la delegación oficial de la Sociedad Estadounidense Antiesclavista constituida por cuatro representantes. Lamentablemente, debieron permanecer ocultas entre las cortinas de las galerías de la sede donde se sesionaba. Allí, constataron la resistencia masculina a que las delegadas interviniesen en los debates por el hecho de ser mujeres. Conmovidas por haber entendido que no solo los negros eran tratados como seres inferiores, Cady y Mott consideraron la necesidad de discutir en asamblea la propia exclusión.

Hay versiones que acreditan que las corrientes agitativas de las mujeres que bregaban por sus derechos emergieron frente al insufrible machismo existente dentro de los grupos antiesclavistas. Por cierto, lo experimentado en Londres no representaba un hecho aislado. En verdad, en Estados Unidos, el derecho a la propiedad se tradujo en la disputa contra la esclavitud. De esta manera, se estableció el vínculo entre los esclavos como propiedad del amo, y las mujeres como propiedad del marido. Con precisión, Lucía González Alonso propone: “Es en el seno de las organizaciones que lucharon contra la esclavitud en donde los núcleos femeninos realizaron sus primeras experiencias políticas y ensayaron métodos de lucha que hoy forman parte del acervo común de todos los movimientos sociales: petición de firmas, campañas pro referéndum, marchas pacíficas, sentadas, huelgas de hambre, acciones de desobediencia civil, entre otros tantos recursos”[2]. Además, participar como contundentes animadoras en el movimiento abolicionista les permitió adquirir experiencia organizativa, como así también integrar intervenciones callejeras. Fue en esas trincheras donde aprendieron a manifestarse en público y a elaborar sus principios en torno a su condición subalterna y al reclamo de derechos primordiales. Sin lugar a dudas, a lo largo de un cuarto de siglo, estos dos movimientos se retroalimentaron en reciprocidad. Asimismo, entre 1830 a 1848, Europa manifestó la eliminación parcial o total de las barreras legales que privaban a los campesinos, siervos y judíos de diversos derechos, incluyendo el de la propiedad, el de ejercer ciertas profesiones o el de disponer de sus cuerpos libres.

Mientras que en 1848 se anunciaba la aparición de La Declaración de los Sentimientos, en ese memorable año, Karl Marx y Federick Engels publicaron, en Londres, el Manifiesto Comunista. Su embestida encarnó el llamamiento a la emancipación humana de mayor influencia universal y también la aclamación a la unidad de los proletarios contra las garras déspotas de la burguesía. En suma, se redactó en vísperas de los movimientos revolucionarios de 1848 que tuvieron una rápida expansión por casi toda Europa central, frente al inicio de las primeras muestras organizadas del proletariado industrial. Aunque las revueltas fueron reprimidas hasta el exterminio o reconducidas a situaciones conservadoras, su trascendencia histórica fue decisiva.

A decir verdad, ambos documentos- La Declaración de los Sentimientos y el Manifiesto Comunista – simbolizaron en el mundo de las ideas a nuevos sujetos nacidos al fragor de las luchas sociales inscriptas en las coordenadas del capitalismo de Occidente en el siglo XIX: mujeres y trabajadores fabriles. Y si se atiende al clima epocal, la insurrección popular en París junto con las campañas contra la esclavitud en Estados Unidos constituyeron los escenarios históricos de gestación para aquellos principios que influyeron sobre un sinnúmero de mujeres convulsionadas. En efecto, tanto uno como otro manifiesto fueron importantes enclaves políticos para las trayectorias futuras de los movimientos sociales desde más de un siglo y medio atrás. En consecuencia, se abría una hendija para examinar cómo diferentes categorías -raza, sexo y clase- interactuaban en simultáneos niveles, contribuyendo con ello a consolidar un régimen de desigualdad y expoliación. Así, esclavos, mujeres y obreros urbanos empujaron desde varios frentes cuestiones relativas a diversas injusticias sociales. Con avances y retrocesos, con propuestas duraderas y divisiones, aún persisten esas voces relegadas por las condiciones materiales y simbólicas en que se presentan el racismo, el sexismo y la pobreza en nuestro presente.

La Declaración de Sentimientos

Este manifiesto se exhibe en la Biblioteca Nacional de Washington y aborda los siguientes puntos:

DECIDIMOS:
Que todas aquellas leyes que sean conflictivas en alguna manera con la verdadera y sustancial felicidad de la mujer, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y no tienen validez, pues este precepto tiene primacía sobre cualquier otro.
Que todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte, o que la sitúen en una posición inferior a la del hombre, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y, por lo tanto, no tienen ni fuerza ni autoridad.
Que la mujer es igual al hombre -así lo pretendió el Creador- y que por el bien de la raza humana exige que sea reconocida como tal.
Que las mujeres de este país deben ser informadas en cuanto a las leyes bajo la cuales viven, que no deben seguir proclamando su degradación, declarándose satisfechas con su actual situación ni su ignorancia, aseverando que tienen todos los derechos que desean.
Que puesto que el hombre pretende ser superior intelectualmente y admite que la mujer lo es moralmente, es preeminente deber suyo animarla a que hable y predique en todas las reuniones religiosas.
Que la misma proporción de virtud, delicadeza y refinamiento en el comportamiento que se exige a la mujer en la sociedad, sea exigido al hombre, y las mismas infracciones sean juzgadas con igual severidad, tanto en el hombre como en la mujer.
Que la acusación de falta de delicadeza y de decoro con que con tanta frecuencia se inculpa a la mujer cuando dirige la palabra en público, proviene, y con muy mala intención, de los que con su asistencia fomentan su aparición en los escenarios, en los conciertos y en los circos.
Que la mujer se ha mantenido satisfecha durante demasiado tiempo dentro de unos límites determinados por unas costumbres corrompidas y una tergiversada interpretación de las Sagradas Escrituras, y que ya es hora de que se mueva en el medio más amplio que el Creador le ha asignado.
Que es deber de las mujeres de este país asegurarse el sagrado derecho del voto.
Que la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad.
Que habiendo sido investida por el Creador con los mismos dones y con la misma conciencia de responsabilidad para ejercerlos, está demostrado que la mujer, lo mismo que el hombre, tiene el deber y el derecho de promover toda causa justa por todos los medios justos; y en lo que se refiere a los grandes temas religiosos y morales, resulta muy en especial evidente su derecho a impartir con su hermano sus enseñanzas, tanto en público como en privado, por escrito o de palabra, o a través de cualquier medio adecuado, en cualquiera asamblea que valga la pena celebrar; y por ser esto una verdad evidente que emana de los principios de implantación divina de la naturaleza humana, cualquier costumbre o imposición que le sea adversa, tanto si es moderna como si lleva la sanción canosa de la antigüedad, debe ser considerada como una evidente falsedad y en contra de la humanidad.
Que la rapidez y el éxito de nuestra causa depende del celo y de los esfuerzos, tanto de los hombres como de las mujeres, para derribar el monopolio de los púlpitos y para conseguir que la mujer participe equitativamente en los diferentes oficios, profesiones y negocios.

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